Caballeros de Viriconium by M. John Harrison

Caballeros de Viriconium by M. John Harrison

autor:M. John Harrison [Harrison, M. John]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1971-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Los muertos y los moribundos yacían en pilas, inextricablemente mezclados. El antiguo e implacable polvo del Gran Páramo Pardo, acordándose de los crímenes de las Culturas del Atardecer, sorbía con glotonería aquellos montones de casquería y los convertía en fango. Alrededor de cinco mil soldados de la fuerza original de Bancal seguían en pie todavía, concentrados en grupos de tres o cuatro, el mayor de los cuales se había hecho fuerte frente al sanguinolento cenagal en un otero bajo y alargado en el centro del valle.

El ímpetu de la carga sumergió a Cromis veinte metros en la refriega sin necesidad de descargar un solo golpe: los norteños sucumbían a los cascos y los hombros de su montura y resultaban arrollados. Les gritó obscenidades y enfiló el otero, con los contrabandistas formando una cuña veloz a su espalda. Un lancero desgarró una larga tira de carne del cuello de su caballo; Cromis se inclinó en su silla y buscó la arteria carótida; su filo impactó y el caballo, salpicado con la sangre del lancero, corcoveó y piafó triunfal. Cromis se quedó colgado y repartió estocadas a su alrededor, riendo. El hedor a sudor equino, cuero y sangre era penetrante como un puñal.

A su izquierda, Sepulcro el enano se alzaba sobre los norteños en su exoesqueleto, un insecto gigante, rutilante y letal, que pateaba rostros con sus pies metálicos cubiertos de sangre, sembrando el terror y aplastando cabezas con su hacha espantosa. A su derecha, Birkin Grif blandía su espadón sin ton ni son y cantaba, mientras el viejo y asesino Glyn increpaba a sus oponentes y los apuñalaba arteramente cuando pensaban que lo tenían.

—¡Cuándo tenía vuestra edad hacíamos las cosas de otra forma! —les decía. Y, como un engendro escapado del infierno, el buitre metálico de Cellur arrancaba los ojos a sus víctimas pero las dejaba con vida.

Habían practicado una vereda a medio camino del otero, profiriendo voces de aliento a sus esforzados defensores, cuando Cromis divisó entre los numerosos pendones de las Tribus del Norte el estandarte de la Cabeza de Lobo. Decidió derribarlo, y con él al general o campeón que luchara bajo su sombra. Esperaba —en vano— que fuese la Moidart en persona.

—¡Grif! —exclamó—. ¡Lleva a tus muchachos a la colina!

Tiró de las riendas para girar su caballo y lanzarlo como una jabalina contra un muro de norteños que, soltando sus llamativos escudos presas del pánico, se alejaron de la muerte que los contemplaba desde sus ojos enloquecidos y acechaba en su arma teñida de sangre.

—¡Methven! —gritó.

Asió el asta de la pica de un cadáver firmemente bajo su brazo y la usó a modo de lanza. Llamó al campeón bajo el estandarte y lanzó desafíos lunáticos. Perdió la lanza en la barriga de un norteño.

Mató a una docena de hombres atemorizados. Le enloquecía el horror de su propia sed de sangre. No veía rostros en aquéllos a los que enviaba al infierno, y sólo el del miedo en el resto. Les recitaba poesía, ajeno a lo



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